En
 la orilla de la playa estaba ella. Sus ojos color mar de largas pestañas
 observaban el horizonte y dejaban, sin ninguna vergüenza, escapar 
aquellas saladas lágrimas que no podría retener por más tiempo. El 
viento movía su larga melena caoba, mientras que el sol quemaba su piel ya 
bronceada. Poco a poco, la marea iba subiendo, al tiempo que el agua le iba refrescando los pies. 
África
 no se inmutaba del movimiento de la naturaleza, permanecía allí, de 
pie, alta y firme, como si nada pudiese con ella, aunque esto era la 
realidad aparente, ya que en su interior estaba rota, como aquellas 
pequeñas conchas que sin ninguna culpa se encuentran en la orilla de la 
playa y son pisadas por los que pasean. Estaba totalmente sola. Se secó las
 lágrimas y cogió un poco de carrerilla para zambullirse en el agua.
Estaba
 fría, muy fría, dio un par de brazadas y se volvió para mirar a la 
playa: En ese lugar había sentido mucho por él, desde odio hasta amor. Su 
rostro era serio, pero en su interior brilló una débil sonrisa, a la que
 siguió un sentimiento amargo y doloroso que le recordaba que él ya no 
estaba, que se había ido. Desesperanzada
 continuó nadando mar adentro, con rapidez y fuerza, intentado alejarse 
de aquella playa y ahuyentar aquellos tristes pensamientos.




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