Me gustaba recordar aquellos veranos, en los que nos reuníamos un gran 
grupo de amigos para hacer excursiones por el monte. Pero no de esas 
excursiones pijas en las que se llevan mil tonterías que quitan toda 
la gracia a la aventura. Era una excursión de verdad, con tiendas de 
campaña prácticamente rotas, con hogueras hechas con enormes troncos de  madera, con un agujero en la tierra a unos cuantos metros del 
campamento para hacer nuestras necesidades, e incluso con el peligro 
acechando en cualquier matorral. De esas en las que no importa que comas de 
bocata cuatro días seguidos o te olvides tu repelente anti-mosquitos. La
 gracia estaba en llegar después de una semana a tu casa oliendo de todo
 menos a jabón, con picaduras como heridas de guerra y con unos pelos...
 que iban a ser muy difíciles de desenredar. ¡Era genial! Las chicas no 
nos preocupábamos de que la ropa no fuese lo suficientemente bonita como
 para lucirla delante de los chicos, y ellos presumían (unos más que otros)
 de su barba de vagabundos. Intentaban asustarnos con sus 
historias de miedo mientras nos calentábamos junto a la hoguera y luego 
se hacían los valientes cuando había que vigilar las campañas. Me 
gustaba recordar aquellos veranos y contárselos a mis hijas, para que, 
al menos, ellas conservasen una pequeña parte de todo aquello e 
intentasen revivirlo con sus amigos, para que así se salvase algo en 
este mundo tan cambiante.  



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