Allí estaba, en la orilla, con esos niños pequeños que la habían
salpicado e invitado a jugar. La contempló. Le gustaba verla así,
natural, sencilla, tal y como ella era en realidad. Así como era antes
de que se mudasen a ese lujoso chalet, en el que había ha comenzado a
tener nuevas amigas, todas con la barbilla mirando al cielo y con tanta
cantidad de maquillaje que costaba distinguir cuál era la guapa en
realidad. Amigas, que solo hablaban de cotilleos de la zona, de las
nuevas parejas que venían a vivir, de las fiestas que
darían próximamente, de las tendencias a la última moda... Todas
conversaciones banales, superficiales, intrascendentes... que no llevaban
a ninguna parte y cuyo fin último era rebajar al vecino de al lado o
criticarle. No soportó ver como su mujer se convertía en una de ellas.
Cada vez más gastos en ropa, cada vez más presuntuosa y preocupada por
el qué dirán. Por fin la había logrado sacar de todo aquel ambiente
cargado de egocentrismo. Y ahora estaba satisfecho porque sabía que
siendo ella tal y como era, era feliz y, así, también él. Eso era lo
único que importaba. Que la había querido cuando menos lo merecía, pero
cuando más le necesitaba y que no la había abandonado y había salvado su
matrimonio.
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