Las tardes grises eran las mejores. Cuando todas esas nubes
cubrían todo el cielo sin dejar ningún rastro azul ni que ningún rayo las
atravesase. Eran esas tardes en las que la playa se llenaba… de gaviotas. Y es
que eso era lo mejor para Gabriel, porque sabía que así, estarían solos. Sabía
que ella bajaría a darse su baño diario. Y así podría contemplarla mientras el
rugido de las olas los acurrucaba.
Ahí estaba, bajando por las escaleras de madera viejas
comidas por la sal. Sonriente, cómo no, con su jersey talla XXL. Y sin decir
nada, comenzó a correr hacia la orilla.
Y es que no hacía falta decir nada porque era una costumbre
que tenían desde su infancia. Esa tonta costumbre de ver quién era el más
valiente que se metía en el agua y no solo un pie, sino el cuerpo entero y no
importaba que fuese verano o invierno. Era su costumbre. La de ellos dos. Eso
sí que sonaba bien. A Gabriel le encantaba que eso solo fuese de los dos y le
gustaría que tantas cosas más fuesen solo de ellos…
La dejó ganar, como la mayor parte de las veces. Y luego, corrió.
El agua estaba helada y ella se había metido de golpe, sin
rechistar. Era increíble. Una sensación de angustia le recorrió todo el cuerpo,
llenándole la cabeza de cientos de preguntas. ¿Hasta cuándo duraría todo esto?
¿Toda la vida? Seguro que no. Terminarían yéndose fuera a estudiar. ¿Y si esa
costumbre era suplantada por otra en la que otro era su acompañante? Antes de
que ella pudiese descubrir sus llorosos ojos, se sumergió en el fondo del
océano.
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