Me sentía un espectador. Y eso que había ido a disfrutar de aquella fiesta. Pero tenía uno de esos días en los que te sientes demasiado contemplativo como para contentarte con una cosa tan superficial y pasajera. No por el hecho en sí de ser una fiesta, para nada. Que sepáis que a mi las fiestas me encantan. Si hay que celebrar algo, se celebra. Y por todo lo alto. Nada de volver a medianoche o a las tres de la mañana. Hasta que salga el sol. Se sale como Dios manda. Además, no hay mejor manera de celebrar las cosas importantes que con una fiesta. Pero vaya, lo que os decía, lo que no me permitía encajar aquella noche era saber que para muchos la fiesta iba a acabar en una cama o en una nube llamada resaca.
Sin embargo, yo seguía. Calle abajo, sin destino. La masa me empujaba. La música nos guiaba. Si había que bailar, se bailaba. Si había que gritar, se gritaba. Yo me divertía, ¡cómo no! Pitidos. Barro. Tizas de colores. ¡Hasta la música era buena! Y mira que es difícil... ritmos africanos mezclados con alguna que otra canción latina. Los cuerpos se movían al ritmo de los tambores, las manos se levantaban entre la multitud, los distintos idiomas quedaron olvidados en un rincón y no existía más preocupación que la de temer ser aplastado.
Y cuando parecía que me empezaba a involucrar, tropezaba con otra cara con ojos perdidos o con algún que otro chico en coma etílico. Nada nuevo, en realidad. Puede que estuviese más sensible, más emocional... y que esa fuera la razón por la que me afectase más, yo qué se. Pero son en esos momentos, en los que te planteas todo desde otra perspectiva. Te cuesta entender cómo a todas esas personas que están en otra dimensión no les basta con compartir miradas y sonrisas ni con disfrutar esa sensación cuando la música se te inyecta en las venas y no puedes dejar de bailar al ritmo de los tambores.