Allí se perdieron, en medio de la nada. Sin tener un atisbo de lógica que los guiase hasta el refugio más cercano. Sin ponerse de acuerdo en qué dirección era mejor continuar. Allí se iban a quedar, hundidos en aquella manta de nieve que arropaba suavemente a la montaña. Se iban a quedar si no recordaban cuál era la vía de escape más auténtica: su amistad.
Poco a poco, las máscaras que ocultaban identidades iban cayendo. Las situaciones que la vida nos presentaba eran las causantes de ello. Y aunque al principio todos nos sentíamos incómodos temiendo ser rechazados, sabíamos que eso era lo único que permitiría ir reforzando los lazos.
Costaba entender que tenías que jugar con las únicas cartas que te habían tocado. Te gustasen o no, había que aceptarlas. O incluso más que eso: quererlas. Tratar que, de alguna manera, esa "carga" fuese ligera. Todavía quedaba un largo camino por recorrer y seguramente no lo haríamos en solitario.
Quizás lo que más me costó a mí fue esta última parte, pues mi relación con los demás solía ser buena. Apenas había gente que no me gustase y, si lo hacían, solían estar nublados por una dosis de perjuicios que fácilmente se disipaban una vez que empezaba a conocerlos.
Era yo, esa enorme piedra en medio de la arena con la que tropiezas. Era yo, esa hora del día con la que no tienes nada que hacer. Era yo, esa cerveza que no está del todo fría. Era yo o cómo me veía. ¿Y cómo iban a quererme los demás si yo misma no lo hacía?
Sabía que el amor propio no era un condicionante para que otros me quisieran. Pero era consciente de que cuanto más me aceptase, cuanto más me quisiese, más lo haría el resto. Podrían conocerme con más naturalidad, más transparencia y con una confianza en mí misma digna de admirar.
Incluso si miraba hacia atrás, podía ver que la madurez que había ido adquiriendo también aportaba solidez a mis relaciones. En mi infancia, mi mente dispersa había seleccionado las amistades por diversión pero, al ir creciendo y al ir conociendo el laberinto de la vida, ese requisito había pasado a un tercer plano dejando como protagonistas a la sinceridad y al respeto.
Lo mío no fue una aceptación milagrosa. No me levante un día por la mañana y vi la luz, no. La verdad es que la veía todos los días colándose por mi ventana. Pero lo que sí es cierto es que cada nuevo despertar me ayudaba a ver que quererme iba a ser la mejor apuesta para vivir feliz, tratar de ser mejor cada día y que los que estaban a mi alrededor iban a estar ahí fallase o acertase.
Poco a poco, las máscaras que ocultaban identidades iban cayendo. Las situaciones que la vida nos presentaba eran las causantes de ello. Y aunque al principio todos nos sentíamos incómodos temiendo ser rechazados, sabíamos que eso era lo único que permitiría ir reforzando los lazos.
Costaba entender que tenías que jugar con las únicas cartas que te habían tocado. Te gustasen o no, había que aceptarlas. O incluso más que eso: quererlas. Tratar que, de alguna manera, esa "carga" fuese ligera. Todavía quedaba un largo camino por recorrer y seguramente no lo haríamos en solitario.
| Hay quien cree que no es nada la confianza en uno mismo | La leyenda del indomable, 1967 |
Quizás lo que más me costó a mí fue esta última parte, pues mi relación con los demás solía ser buena. Apenas había gente que no me gustase y, si lo hacían, solían estar nublados por una dosis de perjuicios que fácilmente se disipaban una vez que empezaba a conocerlos.
Era yo, esa enorme piedra en medio de la arena con la que tropiezas. Era yo, esa hora del día con la que no tienes nada que hacer. Era yo, esa cerveza que no está del todo fría. Era yo o cómo me veía. ¿Y cómo iban a quererme los demás si yo misma no lo hacía?
Sabía que el amor propio no era un condicionante para que otros me quisieran. Pero era consciente de que cuanto más me aceptase, cuanto más me quisiese, más lo haría el resto. Podrían conocerme con más naturalidad, más transparencia y con una confianza en mí misma digna de admirar.
Incluso si miraba hacia atrás, podía ver que la madurez que había ido adquiriendo también aportaba solidez a mis relaciones. En mi infancia, mi mente dispersa había seleccionado las amistades por diversión pero, al ir creciendo y al ir conociendo el laberinto de la vida, ese requisito había pasado a un tercer plano dejando como protagonistas a la sinceridad y al respeto.
Lo mío no fue una aceptación milagrosa. No me levante un día por la mañana y vi la luz, no. La verdad es que la veía todos los días colándose por mi ventana. Pero lo que sí es cierto es que cada nuevo despertar me ayudaba a ver que quererme iba a ser la mejor apuesta para vivir feliz, tratar de ser mejor cada día y que los que estaban a mi alrededor iban a estar ahí fallase o acertase.