Nunca supe el momento exacto en el que nos separamos. Y eso fue algo que jamás había esperado. Llevabábamos toda la vida haciendo los mismos planes, compartiendo la misma ropa, teniendo las mismas opiniones sobre las mismas cosas, esa pequeña rebeldía, esas grandes manías... Supongo que compartir tu vida con una persona que te lleva un año y que ha estado siempre a tu lado, es lo normal. Pero a mí no solo me gustaba, me encantaba. Sin duda lo que más nos deleitaba era soñar. Soñar con un futuro que entonces todavía estaba muy lejano. Y es que pensar en los planes que harás cuando estés casada y con hijos son bastante distintos a los que hace una mocosa de 15 años.
Y de pronto, sucedió. Imagino que se realizó de modo gradual, pero eso no lo notas hasta que un día te paras a pensar y, para mi pesar, de esos antes había muy pocos. Nuestra vida cambió radicalmente. Cada una había escogido un rumbo diferente. Y fue realmente triste cuando me di cuenta. Sobre todo porque creía que yo había tenido más suerte, aunque en el fondo las oportunidades habían sido las mismas. Me culpaba entonces de no haberme preocupado lo suficiente, de no habérmela llevado conmigo. Hacia mi camino. Ya sé que cada uno siempre cree que su camino es el mejor, pero objetivamente, yo había tenido la fortuna de caer en el correcto.
Pero es que ahora ya han pasado tres largos años desde ese distanciamiento. Ahora me alegra ver cómo nos hemos vuelto a unir y es que la vida nos ha ido juntando, gracias a Dios, no en el sendero equivocado. Entonces, tampoco hubiese creído de nuevo en este reencuentro, pero cada vez tengo más fe en que esta unión se hará más fuerte y que irá más allá de que seamos hermanas de sangre.
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