martes, 10 de marzo de 2015

| L A M A I S O N |

Hay casas que solo se aprecian desde fuera. La mía era una de ellas. Las verjas del jardín presentaban una majestuosa vivienda cuyo blanco parecía impoluto por la luz del sol. Cada rama del jardín estaba perfectamente podada y ninguna hoja muerta yacía sobre el eterno césped. Los aspersores marcaban junto a la fuente el ritmo de vida del entorno: suave y lento. Y el columpio abandonado que colgaba del árbol más sabio de todos anunciaba la plena ruptura con la infancia.

Sí, yo era la menor. Aunque de pequeña no tenía nada. Los 25 siempre fueron cargados de ciertas responsabilidades y quizás, en mi caso, se esperasen muchas más. Puede que eso era lo que me hacía actuar como una alocada encaprichada sabiendo que yo era de todo menos eso. Pero esa era la actitud que había decidido tomar. No trato de escusar mi comportamiento con las circunstancias que se dieron, pero yo era así.



Seguía deslizándome por el pasamanos de las infinitas escaleras de mármol blanco. Seguía disfrutando celebrando fiestas porque sí. Seguía provocando escándalos para que la prensa me despertase al día siguiente ansiosa de publicar las nuevas de la inconsciente heredera. Seguía invitando a hombres cazafortunas cuya caballerosidad se dejaban en la puerta si es que tenían cierto indicio de ella. Seguía de pieles a perlas. De carmín a seda. 

Quizás así me sentía menos solitaria. Y no porque viviese sola, que va, no. Mi padre se encargaba de hacerme ver que los espejos son frágiles y que pueden deshacerse en mil pedazos y que, si gritas, el eco más largo que se puede escuchar sobre la tierra solo se consigue oír en esta casa... Casa... Casa...

Mansión. Eso es lo que era. Una mansión imponente a la que me empeñaba en llamar casa creyendo que así algún día se convertiría en ella. Una mansión cuyos cristales eran más cálidos que los corazones de los que la habitábamos. Si alguien conocía la palabra desgracia, esa era yo. A punto estuvieron de ponerme ese nombre al nacer, porque eso es lo que había supuesto para mi madre. 

Si llegaron a haber días de gloria, juro por Dios que no los recuerdo. Quiero pensar que los hubo. Que una vez mi padre fue capaz de arroparme en sus brazos. Que pude sentirme amada con una mirada que no amenazase su rencor. O incluso que llegó a preocuparse por una tonta caída que luego me dejase un triste moratón. Amaría tanto tener esa mancha oscura en mis rodillas o en mi cara, si tan solo pudiese reprenderme por un mal comportamiento. Algo que me hiciese ver que todavía le importaba algo. Contacto. Contacto antes de que el alcohol se lo llevase por completo. Un contacto que, por muy efímero que fuese, con el que poder sentir que estaba en su vida, de una forma u otra.